Somos cuatro en esta casa, pero siempre sentí que eran tres contra dos.
Mamá es rebelde, Papá es ingenioso, y José, mi hermano, es un poco de ambos. Yo, sin embargo, nunca pude combinar los factores, al menos no de la manera correcta. Soy rebelde, pero responsable y ordenada, también soy inteligente, pero en una forma más artística, más inútil.
Cuando era pequeña, pensaba que esto era normal, que había nacido para no pertenecer, ni aquí, ni allá; ni en casa, ni en la escuela. Con el paso del tiempo, me percaté de lo inusual que era mi situación. Escuchaba a las demás niñas de mi edad sentirse ajenas a un grupo, pero no al otro. Aquellas con problemas en casa, tenían amigos, y aquellos solitarios sociales, eran compañeros de sus padres o hermanos.
Entonces la conocí.
Fue durante una tarde lluviosa, de esas que todo el mundo odia, pero a mí me encantan. El aire helado convertía mi cuarto en el polo norte, mientras la lluvia empapaba la ventana, formando un arte natural con el llanto celeste. A eso de las seis de la tarde, cuando aún quedaba una tenue luz del día, la vi aparecer en el espejo abandonado de la esquina. Era magnífica: su cabello castaño, ligeramente rizado y con rayos dorados escondidos en su melena. Sus ojos, café, aparentemente ordinarios, escondían el poder del sol y las estrellas, y su voz, con una dulce firmeza, me aseguraba que todo iría bien.
Han pasado ya diez años desde aquella tarde, y nunca pensé que la volvería a ver, pero anoche, antes de irme a la cama, me atreví a mirarme en el espejo de nuevo.
-SOFIA LEVIAGUIRRE
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