Estabas sentada frente a mí. Me mirabas de reojo, con asombro entre tus ojos y una sonrisa sutil descansando sobre tus labios. Tu cabello obscuro mezclado con hilos de luna enmarcaba tu rostro a la perfección. Trabajabas en algo importante, o al menos eso parecía. Tecleabas implacablemente sobre tu computadora, la misma de siempre, gris y aburrida, con un pequeño punto azul en el medio del teclado, que usabas como mouse. Yo estaba frente a ti, callada. Tenía un nudo en la garganta; una telaraña de palabras que no podía, o quizás, no sabía desenredar.
La tarde transcurría lentamente, como una tormenta pasajera que se escucha en la distancia, pero nunca llega. La luz en el cielo cambiaba con tus humores. Cielo azul, tú tranquila; cielo rosa, tú alegre, sonriente, amorosa; cielo rojo, tú furiosa; cielo negro, mirada distante y emoción ausente.
Nunca entendí la conexión inherente que existía entre ti y el ambiente, pero siempre supe que era inevitable. A mí me parecía mágico, y a ti, normal. Todos los días era lo mismo, hasta que, una tarde de verano, el cielo se tornó verde y tu desapareciste.
Hace cinco años que te estoy buscando, cada tarde, cada noche, entre las nubes grises y las gotas de lluvia, busco la luz verde que te abstrajo en el espacio. Aún no la encuentro. A veces, pienso que nunca lo haré, pero no pierdo la esperanza. Con cada tarde lluviosa, espero ansiosa tu regreso, con cada tormenta pasajera, ansío compartir contigo aquél secreto que aún habita en mi garganta, aunque no estoy segura del porqué.
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