Me arde la memoria cuando pienso en el “antes”. Ese antes donde todo era posible, cuando las cosas ocurrían y nadie se lo cuestionaba. Extraño el sol acariciando mi rostro cuando camino por el parque. Extraño el aliento fresco de la mañana que todos los días llenaba mis pulmones. Extraño la estación y los camiones. Pero sobre todo, extraño a la gente.
Es verdad que aun quedan personas que van y vienen. Seres de ojos opacos que me miran con desconfianza cuando paso junto a ellos.
El mundo está plagado de sus respiraciones retenidas, sus palabras tartamudas y sus alientos medio muertos. Pero extraño a la gente de antes; aquellos que me miraban con una sonrisa y me saludaban con emoción. Extraño esas tardes ligeras que pasaban desapercibidas entre tantos deberes. Extraño salir sin sentirme juzgada por mi manera de respirar. Extraño hablar, y reír, sin ser una amenaza para el mundo. Extraño los momentos imperceptibles que ahora me faltan, pues aunque estén ahí, a mi alcance, no me sirven. ¿cómo puedo aprovecharlos, si debo hacerlo sola?
He decidido que es mejor no salir. Es necesario, sí, pero también es mejor- o al menos se siente mejor- si lo decido yo. Me he engañado con la idea de libertad, me he repetido infinitas veces que este aislamiento es voluntario con la esperanza de que, eventualmente, una parte de mí lo crea. Hasta entonces, saludo al tiempo como un viejo amigo, distante y constante, que pasa por mi ventana cada día, sin detenerse a platicar.
-SOFIA LEVIAGUIRRE
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